¿Quién soy?
Tengo muchas casas y estoy en casi todo el mundo. Acojo a cualquiera bajo mi techo. En ocasiones, es abovedado; otras, liso; a veces, no existe. Generalmente, tiene paredes y protegen (¡no sabes tú cómo lo hacen!) de las inclemencias del tiempo, del mundanal ruido y del miedo.
Luz, nunca falta en mi hogar. Puede ser eléctrica o natural. Honestamente, prefiero la segunda, sobre todo cuando entra por grandes ventanales con vidrieras, pero tampoco pasa nada si son ventanas más pequeñas: lo importante es la iluminación. Esas, sin embargo, no son las únicas formas de apartar la oscuridad. Tiendo a olvidar la última barrera frente a la oscuridad: las velas. Grandes y pequeñas. Solas y acompañadas. De cera, parafina o de plástico. Siempre están. Me encantan. En la hora más oscura, incluso cuando no hay electricidad, la vela es la luz que te guiará por el camino correcto. Por eso, me gusta cuando las personas las ponen.
Personas. También hay en mi casa (¡y también son luz!). Muchas vienen a verme; otras, a ver mi morada. Algunas no saben que estoy, que siento lo que sienten, que veo en lo escondido… Muchas, en cambio, sí.
Os explicaré una pequeña historia. Hace unos días, en una joya escondida en la orilla de un mar, dos personas entraron en mi casa. No estaban solas: uno de mis enviados estaba allí sentado, leyendo. Sabían qué iban a hacer: venían a verme. Tanto lo querían que, de hecho, hicieron lo que más me gusta: pusieron una vela cada uno. Pude sentir su emoción. Con sumo cuidado, las dejaron en la bandeja con sus compañeras: apartadas, pero juntas. De forma casi reverencial, tomaron una candela, acercaron la mecha a las velas encendidas, la prendieron y la acercaron a las suyas. Primero fue ella; luego, él. Con un pequeño soplo, apagaron la pequeña candela para que otros pudieran encender nuevas luces.
Vieron a mi enviado y, como él, se sentaron. Estuvieron quietos, emocionados y disfrutando del momento, y él, concretamente, de algo a lo que no estaba acostumbrado: la ausencia de ruido. Vehículos, animales o viento, todo se había quedado fuera. En ese momento, mi casa era un lugar de silencio. De paz.
Ella le susurró algo y se levantaron: ¡iban a ver a mi madre! Sí, tanto la quiero que siempre tiene un lugar especial en mi casa. En esta ocasión, estaba en la planta de arriba, por lo que se dirigieron a las escaleras circulares. Subieron discretamente para respetar la calma. Llegaron arriba y vieron el bello manto azul oscuro que la cubría y bajo el que cobija a todo y a todos quienes entran en mi casa. Desde allí pudieron admirar mi morada, la luz exterior e interior, la altura, la belleza. Bajaron y volvieron a la nave principal y única. Poco después, con paz y alegría, salieron.
¿Quién soy yo? ¿Dónde estoy?
Soy el viento que silba en las montañas, que atraviesa los bosques y que acaricia tu rostro. Soy la luz, que ilumina el mundo y que da vida. Soy el agua, que limpia y purifica. Estoy en la persona que alegra tu día cuando la ves y en la que crees que lo oscurece… porque también estoy en la oscuridad y en la noche y en el fuego que te protege de las sombras y que te da calor en invierno. Soy la primera y la última luz. Estuve cuando todo empezó y estaré cuando todo acabe. Yo, simplemente, Soy.